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      Juan Luis Cebrián
      Juan Luis CebriánPlaza pública

        China y Occidente: confrontación o coexistencia

        Estados Unidos, y sobre todo el Viejo Continente, bastión real de la democracia, tendrán que elegir entre su defensa, que puede llevar a la confrontación, o la coexistencia y el abandono de sus valores.

        Daniel Roldán

        El libro de máximas confucianas, Shu-ching, cuenta la historia de Yü, un héroe de leyenda inventor de una peculiar estructura política, antes de que Roma y Napoleón concibieran la idea moderna del imperio. Se trataba de una célula central rodeada de unas serie de territorios, un sistema de cuadros concéntricos, más o menos dependientes de la primera: una especie de confederación. Pero ya en el año dos mil antes de Cristo la dinastía Shang gobernaba aquel vasto conjunto de países bajo la idea de que constituía el núcleo geográfico del Universo: el Imperio del Centro.

        Estoy seguro de que Francis Fukuyama conocía esta circunstancia cuando decretó el fin de la historia, la relevancia unipolar de los Estados Unidos y demandaba el desarrollo de un Estado Mundial con capacidad de ordenación de la vida en todo el orbe. Los chinos nunca aspiraron a tanto pero sí consideran su civilización, ahora y en los diversos trancos milenarios por los que ha discurrido, como un fenómeno singular y significativo. No pretenden exportarlo ni generalizarlo, pero están dispuestos a defenderlo.

        En junio de 1978 acompañé, junto con otros periodistas, a los reyes Juan Carlos y Sofía en el primer viaje a China de un Jefe de Estado español. Todavía no se había promulgado nuestra actual Constitución y el viaje, junto con el reciente establecimiento de relaciones diplomáticas, se interpretó por la decadente Unión Soviética como una contribución al nuevo horizonte de la diplomacia yanqui. Eran tiempos en los que las relaciones entre la capital Beijing (la antigua Pekín) y el todavía oso moscovita se deterioraban día a día.

        El muro de Berlín amenazaba ruina y se precipitaba el fin del orden mundial basado en la famosa Guerra Fría. Hasta el punto que de Deng Xiaoping, de facto el primer mandatario del país, nos comentó abiertamente que a su ver una tercera guerra mundial era inevitable. En su opinión lo más que se podía hacer era tratar de aplazarla. A ello quería contribuir su gobierno pues el país necesitaba tiempo y paz para la recuperación, primero, y la modernización después de su sociedad.

        Mientras tanto reinaba la confusión en Moscú. Con Gorbachov al frente el régimen decretó una liberalización de la actividad económica privada y se aprobó la creación de una Cámara de Diputados del Pueblo, a fin de convocar elecciones al año siguiente. Pero en opinión de los mandatarios chinos la doctrina soviética era el social-imperialismo por lo que siempre tratarían de convertir Rusia en heredera directa de las prácticas de los zares, con pretensiones anexionistas en todo el globo.

        Por eso el foco de la anunciada tercera guerra mundial sería inevitablemente Moscú y su objetivo Europa. Al advertirles de que los rusos mantenían aún cerca de un millón de tropas en la frontera china murmuraban: “Solo tratan de amagar en el Este para golpear en el Oeste”.

        Estos recuerdos son pertinentes a la hora de comentar la actual situación internacional en la que la amenaza expansionista de Moscú se ha hecho realidad. Rusia trata de recuperar su ensueño imperialista, pero China también ha evolucionado. La política de Deng Xiao Ping señalaba el camino de la tecnocracia y el crecimiento económico que durante medio siglo ha hecho de ese país la potencia comercial y tecnológica más grande del mundo.

        Pero once años después de nuestra visita, mientras se fracturaba la antigua URSS y algunas de sus antiguas repúblicas porfiaban un tránsito democrático apoyado por la intervención activa de Estados Unidos y Europa, el propio Deng, triunfador en la economía, se parapetaba de nuevo en la represión de las libertades. Las protestas populares en Tiananmen, lideradas por estudiantes universitarios, fueron reprimidas con el empleo de tanques y una violencia inusitada, de la que fueron víctimas mortales cientos de personas.

        El expansionismo del poderío ruso ha sido la táctica resucitada por Putin, con la anexión de Crimea, la invasión de Ucrania y la intervención en Georgia. Pero también los Estados Unidos y NATO son responsables de una cabalgada militar hacia el Este europeo que en Moscú siempre fue percibida como una amenaza a su seguridad. Los chinos prefirieron ocupar el liderazgo comercial. Por decirlo con palabras de un antiguo director de los servicios de inteligencia españoles, los rusos allá donde van quieren plantar una bandera, mientras lo chinos lo que pretenden es abrir una tienda.

        Una diferencia esencial entre el comportamiento de Occidente y el del Imperio del Centro es que este último no tiene prisa, frente a las urgencias electorales de los países democráticos y la exigencia de bonos recurrentes por los operadores económicos. En los últimos cincuenta años el progreso tecnológico, económico y comercial incoado por Beijing ha seguido un proceso establecido y vigilado por el partido comunista, con el cumplimiento de rigurosos planes quinquenales. Y, sobre todo desde la llegada a la presidencia de Xi Jinping , con una política anticorrupción utilizada también como pretexto contra los disidentes políticos. Pero no quiere extender su sistema de vida a otras regiones tanto como controlar mundialmente las cadenas de valor industriales y tecnológicas que le han permitido generar un desarrollo económico y una consistente mejora material de las condiciones de vida de sus ciudadanos.

        Durante décadas los intelectuales y líderes de esa estrategia han pregonado su convicción de que entre ellos y los Estados Unidos existía una “convergencia de intereses” en lo que se refiere al crecimiento económico mundial y distribución de sus frutos. Pero al mismo tiempo han advertido que ambos países no deben convertirse en adversarios “a base de discutir cuestiones como la democracia, la libertad, los derechos humanos o el sistema social. Tratar de juzgar la cultura y sistema social del otro por alguien con la mentalidad e ideología de la guerra fría es algo que amenaza seriamente los intentos de ampliar los intereses comunes de nuestros dos países”.

        Estas palabras, pronunciadas ante Henry Kissinger por Zhen Bijian, uno de los intelectuales más influyentes del país, vicepresidente ejecutivo de la Escuela del Partido Comunista, resumen mejor que ninguna otra frase la política seguida en el último medio siglo.

        Pero la transparencia y armonía que el respetado Bijian predicaba sus encuentros internacionales a los que tuve ocasión de asistir, se hicieron añicos con la primera elección presidencial de Trump. Su inicial guerra comercial, multiplicada ahora hasta casi el infinito, provocó entre otras cosas un acercamiento estratégico entre Moscú y Bejing que culminó con un pacto de amistad y defensa entre ambos países poco antes de la invasión de Ucrania. Como ya he señalado en otra ocasión, el comentario de Kissinger al respecto fue definitivo:

        -Después de que tardamos cuarenta años en separar a China de Rusia este idiota (Trump) los ha vuelto a unir en dos.

        China es ahora más fuerte comercialmente y claramente líder en el terreno tecnológico y productivo. Kurt Campbell y Rush Doshi, que ocuparon cargos relevantes en la Secretaría de Estado y el Consejo de Seguridad Nacional con Obama y Biden, han publicado en la revista Foreign Affairs un reportaje en el que aún reconociendo los problemas del país asiático, víctima del envejecimiento, de una deuda galopante y una productividad estancada que perjudica la oportunidades de empleo para los jóvenes y multiplica la crisis de la vivienda, como en Europa, posee activos que no deben minusvalorar los asesores de Trump.

        La economía china es ya superior en un 25 % a la de Estados Unidos. Produce 20 veces más cemento, trece veces más acero, el triple de automóviles y el doble de energía. Posee además la mayor flota naval del mundo (incluida la armada militar). Fabrica la mitad de todos los productos químicos, dos tercios de los vehículos eléctricos, tres cuartas partes de las baterías y el 90 % de los paneles solares y de los minerales refinados de tierras raras. Otras estadísticas señalan además que sus empresas son de lejos las más activas en la generación de patentes de Inteligencia Artificial generativa.

        Todo ello explica las preocupaciones que han llevado a Trump y sus asesores a declarar la guerra comercial, pero también la torpeza y arbitrariedad de sus decisiones, y la necesidad de llegar a un acuerdo. El presidente americano, que está liquidando el estado de derecho en su país, no parece tener muchas preocupaciones por la defensa de los valores democráticos, ni en China ni en los propios Estados Unidos. Pero parece evidente que si ese acuerdo no llega en tiempo y lugar la guerra comercial puede derivar en una ampliación de los actuales conflictos armados en Europa y Oriente Medio.

        De modo que Estados Unidos, y sobre todo el Viejo Continente, bastión real de la democracia, tendrán que elegir entre su defensa, que puede llevar a la confrontación, o la coexistencia y el abandono de sus valores. Esperemos que por lo menos no sigan el ejemplo del ex presidente español Rodríguez Zapatero y sus colaboradores, siempre atentos a pasar facturas económicas en nombre de la paz mundial.

        Copyright Clarín, 2025.


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        Juan Luis Cebrián
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