Pudo haber terminado en un calabozo de manera absurda. Un espectador “policía de la moralidad y las buenas costumbres” fue a ver Doña Flor y sus dos maridos al Metropolitan y logró que Ana María Cores y elenco fueran procesados: “Infracción al artículo 123 del Código Penal que reprime con prisión de dos meses a dos años al que diera espectáculos obscenos”.
Poco después de aquel alboroto de febrero de 1983, a la actriz le ofertaron volver a protagonizar la obra “tanque” en la que tenía que desnudarse otra vez, pero dijo “no”. Un abogado la advirtió “puede ir pesa, Ana. La segunda denuncia no sería excarcelable”.
A los 74 años, Ana María Cores se ríe de aquel escándalo, de la palabra "destape", de esa coreografía amorosa como Dios la trajo al mundo y de esa vida de película tragicómica. Su diario íntimo incluye un casamiento de cinco meses, la pérdida de quienes más amaba, un ataque con bombas y hasta una casi electrocución que por poco se la lleva al otro mundo en pleno escenario.
Está hecha una Marilyn Monroe, ondas platino de un volumen envidiable. Mantiene una voz pura, inalterable y es capaz de cantar en medio de la entrevista eso mismo que cantaba junto a Tato Bores en el Teatro el Globo, La clase media: "El mundo siempre estuvo dividido en 3/ los que llegan a fin de mes/ los que no alcanzan el día 10/ y los que ni se calientan por tal pequeñez".
Fue en función con Mauricio Borensztein que atravesó la aventura de ser de alguna forma su "doble". Ana usaba el recurso del habano en mano y del elegante frac para tomar su lugar en un guiño que el público ovacionaba. "La canción era vocalmente difícil y Tato no la podía hacer, así que me vestían a mi como si fuera él", explica Cores antes del dato duro. "En una función, yo toque esa escenografía llena de caños y, sin darme cuenta, la electricidad me dio una patada. Seguí como pude, no llegué a desmayarme, pero pude haberme muerto".
Telenovelas de decorados frágiles que le caían en la cabeza en épocas de Alejandro Roma, alguna intervención pícara en cine con Alberto Olmedo, o el protagónico cinematográfico sexy en Crucero del placer, con Claudio García Satur... Ana María es un vademécum parlante de anécdotas sorprendentes de un mundo del espectáculo extinguido. Cuenta que a punto de estrenar Jesucristo Superstar, en 1973, bombas molotov frenaron su gran sueño.
"Nos están quemando el Teatro Argentino. Eso me dice horas antes del estreno alguien del equipo que me llamó a casa. Prendí la radio y entendí: resulta que la noche anterior, un grupo comando había ido al teatro a preguntar dónde estaba el director. Era Charles Gray, norteamericano, y estaba poniendo luces, pero como no entendía castellano, no respondió. Y empezó el fuego".

La producción de Alejandro Romay (de Tim Rice y Andrew Lloyd Webber) nunca vio la luz. Veinticinco bombas destruyeron las instalaciones. Los 200 millones de pesos invertidos en una megapuesta terminaron en cenizas. "Romay nos juntó y nos explicó que si no pasaba nada con el estreno de la película de Jesucristo Superstar iban a intentar reflotar la obra", recuerda. "Pero entraron con bidones de nafta a quemar la cinematográfica y nos quedamos nada".
Un doble flechazo
Los primeros cinco años de su vida transcurrieron en Resistencia, Chaco, en una casa lindera a las vías de tren musicalizada por la bocina del monstruo, los rieles, el viento.
Sus padres ejercían allí como maestros, por lo que Ana María pisó la escuela con apenas dos años. "A los dos me pusieron un guardapolvo para acompañar a mi hermano. Era la mascota del colegio y desde entonces actué en todas los actos escolares hasta el final de la secundaria, sin saber que iba a ser actriz", evoca.

A los 17 años salió por primera vez al mundo laboral, pero la aventura duró dos meses. Ejercía como maestra en una escuela de la villa de Retiro y "regresaba a casa llorando todos los días, no estaba preparada ante algunos alumnos de 14 años que tenían más experiencia de vida". Más adelante compensaría el asunto dedicada como artista al público infantil, en espectáculos de Hugo Midón y Marisé Monteiro.
"Te anoté en una prueba para una obra de teatro", le anunció sin anestesia en 1971 su jefa de Télam Publicidad, donde era empleada. Ana cantaba en los recreos de aquella agencia y esa voz maravillosa lograba piel de pollo en sus compañeros. Siguiendo el juego, se presentó a la prueba y fue contratada por Pepe Cibrián para Universexus. Hubo flechazo, boda pomposa y récord: divorcio antes del medio año.
El casamiento religioso fue en la Abadía de San Benito y la fiesta en La Botica del Ángel, organizada por Eduardo Bergara Leumann. Ni los angelitos de ese templo que primero fue sastrería y que luego ofició de sala teatral y hasta estudio de televisión salvaron lo que no estaba destinado a ser.

-¿Cómo se da esa pareja teniendo en cuenta que Pepe suele contar que se sentía atraído por los hombres desde los 18 años?
-Mirá, para mí es como otra vida, no puedo creer que haya sido mi vida. Fui rapidísimo, me propuse casarme...fue como una película. Me di cuenta que lo que lo quise mucho y lo sigo queriendo. Pero no te puedo explicar exactamente cómo fue...
-¿Sentís que se enamoraron?
-Yo lo admiraba porque él era actor, autor hijo de Pepe Cibrián y Ana María Campoy. Creo que todo eso junto me encandiló. A los cinco meses me separé porque evidentemente no funcionaba el matrimonio. Los dos éramos otras personas en ese momento. A veces pensás que podés modificar al otro, yo sentía que él que me quería y yo lo quería. Él es Calígula. Yo después me di cuenta. Cree que es el centro del universo y a mí me causa gracia. Conocí su esencia.
-¿Te volviste a enamorar muchas veces después de Pepe?
-Sí, viví grandes amores, convivencias, no convivencias. Nunca me volví a casar, ni me casaría tampoco.
-¿Por qué?
-El casamiento es un contrato simplemente y entonces cuando dos personas se quieren no hace un contrato. Tal vez sirve si tienen hijos. Yo hoy no estoy en pareja, estoy abierta, pero no con un actor...

-¿Demasiado ego junto?
-¿Viste cuando dos se maquillan en la casa? Mejor ser sólo yo la que se maquilla. Lo mismo corre para los cantantes...
-Justamente el ego no es tu gran característica, te manejás a pesar de tu gran trayectoria con un perfil bajísimo...
-Yo creo que ser importante en la vida no significa creerte que sos importante. Siento que la gente me quiere y ese es el mayor valor. Sé que soy una persona respetada y eso me alcanza. No tengo redes sociales, por ejemplo.
-¿Pero esa decisión no atenta contra la promoción que buscás en tu trabajo?
-No me interesa, es algo vacío, allí todos son maravillosos. Creo en el boca a boca. Yo he trabajado con casi todos los importantes de mi época y eran personas sencillas. Osvaldo Miranda, Irma Córdoba... Cuando la gente tiene que decir tanto que es buena y que es maravillosa es porque hay algo ahí... Dime de qué alardeas y te diré de qué careces. Mirá, yo hacía un personaje en Aquí no podemos hacerlo que yo explicaba que me había inspirado en Catita. Un día vino al estreno Niní Marshall y casi me muero. Le dije que la amaba, una persona de una humildad increíble. Uno trata de parecerse a quien admira
Hacer Lorca en medio del dolor
Ana no tiene representante. Ya no cree en el peso de ellos. Desde hace unos años decidió prescindir de esa figura y confiar en la memoria de los productores. "Los representantes tienen una lista, entonces mandan la lista, y que pique y el que pique, no se juegan por vos", juzga.

Convocada para Envidiosa (Netflix) hace dos años, después de audicionar con el sueño de ser la madre de la protagonista, el COVID le jugó una mala pasada y la bajaron del proyecto cuando estaba a punto de grabar como la suegra de Vicky (Griselda Siciliani). El rol fue finalmente de Pata Echegoyen.
Estos días protagoniza Las mujeres de Lorca, los sábados y domingos en El cine Teatro El Plata. El texto de Marisé Monteiro, dirigido por Nacho Medina, la tiene radiante en la piel de Rosario, una mujer que va poniéndole voz a siete mujeres lorquianas, desde Mariana Pineda hasta Yerma, pasando por Bernarda Alba y la Madre de Bodas de sangre, entre otras.
"La obra me tocó justo en un momento de mi vida en que falleció mi madre, siento entonces que no lo actúo, vivo el dolor", se anima. "El dolor ayuda para interpretar, pero duele. Uno sublima de alguna manera".
"Mamá se llamaba Josefina. Era una mujer muy especial. Vivió sola hasta los 98 años. Quería ser cantante, pero fue maestra y cuando se jubiló empezó a estudiar Psicología. Se recibió, estudió Sociología y se doctoró también. En mí lo que lo que hizo ella fue permitirme hacer que lo que yo quisiera. Hizo lo que soy, una mujer libre".

Contaba su madre que el nacimiento de Ana, había sido de una simplicidad pocas veces vista. El parto del primogénito había tenido sus complejidades, su dolor, pero la niña, en cambio, irrumpió rápidamente "casi escapándose de la camilla". Ese deslizamiento, esa fluidez es la misma con la que Cores encara la vida y esos cinco minutos desesperantes previos a la salida a escena.
"El rito es hacer tres inspiraciones concentrándome y la ultima es como si me cayeran brillos en el cuerpo, imagino como una protección brillante. Lo hago siempre y ahora le dedico la función a mi madre. Me quedé sola porque primero se murió mi padre, luego mi hermano menor, luego mi hermano mayor, y ahora mi mamá. Pero los traigo conmigo. Los honro saliendo a escena".
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